En las antiguas culturas, especialmente dentro del imaginario grecorromano, la relación entre la humanidad y la naturaleza estaba mediada por normas no escritas, cargadas de un profundo respeto casi sagrado hacia los elementos del entorno. Estas normas eran frecuentemente tabúes religiosos que, aunque no codificados como leyes, funcionaban con igual o mayor fuerza coercitiva dentro de la comunidad. Artemisa, diosa de la caza, de los bosques y de los animales salvajes, encarnaba uno de los arquetipos más claros de esta visión espiritualizada del medioambiente. Su presencia en los mitos imponía límites claros sobre qué se podía hacer y qué no en los dominios de la naturaleza. Cortar un árbol sagrado sin permiso de la diosa era una ofensa punible con la muerte o la maldición, y se creía que matar a una criatura protegida por Artemisa podía desatar su ira sobre pueblos enteros. La idea no era simplemente preservar por utilidad, sino venerar, reconociendo en la naturaleza una agencia divina. Este respeto se extendía a otros dioses y espíritus de lo natural: los ríos eran habitados por náyades, los robles podían tener dríades, y cada cueva, montaña o fuente podía estar consagrada a una divinidad local que debía ser honrada antes de intervenir en su espacio. Así, en estas culturas antiguas, la conservación del entorno se sostenía sobre una red de normas profundamente entrelazadas con lo religioso, donde el temor a la transgresión mística protegía lo que siglos más tarde sería considerado patrimonio ecológico. Esta forma de pensamiento ambientalista arcaico se basa menos en datos y más en creencias, pero funciona como un antecedente emocional y espiritual de la ética ambiental moderna (Hughes, 1990).
En otras tradiciones religiosas, dioses como Deméter, Pan, Poseidón, Osiris y Ninurta encierran ideales ambientalistas que reflejan una concepción sagrada del equilibrio entre el ser humano y la naturaleza. Por ejemplo, Deméter, diosa griega de la agricultura y la fertilidad, vinculaba directamente el respeto por los ciclos de la tierra con la abundancia de las cosechas; sus rituales, como los Misterios Eleusinos, establecían normas simbólicas y prácticas para cuidar los suelos y honrar las estaciones. Pan, dios de los bosques y los espacios salvajes, encarnaba la protección de los entornos rurales; su furia repentina, que causaba "pánico", era una advertencia mística contra la intrusión indebida en territorios naturales. Poseidón, amo del mar y los terremotos, exigía respeto hacia las aguas y las costas, mientras que Osiris, en Egipto, representaba la fertilidad del Nilo, siendo esencial en los ritos que regulaban el uso del agua y el renacer de la vegetación. De modo similar, Ninurta, dios mesopotámico de la caza y la agricultura, simbolizaba la necesidad de mantener un orden ecológico en la explotación de los recursos.
Estas figuras divinas inspiraban normas y tabúes que trascendían lo espiritual para influir en los gobernantes temporales, guiando la administración pública hacia un equilibrio ecológico y moral. Por ejemplo, en el antiguo Egipto, los faraones debían mantener el maat, el principio cósmico del orden, la verdad y la armonía, que incluía tanto la justicia social como el balance ambiental. Cualquier desequilibrio, como una sequía o una plaga, podía interpretarse como un signo de que el faraón había fallado en su deber sagrado de proteger el equilibrio natural y espiritual del reino. Así, el gobernante era puente entre los hombres y los dioses, y sus políticas debían reflejar ese compromiso de preservación. La gestión del agua, la planificación agrícola y hasta la arquitectura se concebían como actos religiosos que reforzaban el pacto con lo divino y aseguraban la continuidad de la vida en armonía con la tierra. Estas antiguas cosmovisiones, aunque no científicas en el sentido moderno, muestran una conciencia profunda del valor del entorno natural y de la necesidad de limitar su uso para garantizar la supervivencia colectiva bajo la mirada de los dioses (Johansen, 2022).
Estos tabúes funcionaban adecuadamente en comunidades pequeñas, donde la relación entre los individuos y su entorno era directa, y la vigilancia social reforzaba el respeto por lo sagrado. Sin embargo, a medida que las ciudades crecían, también se multiplicaban los problemas ambientales. Un ejemplo revelador de esto es la colina de Monte Testaccio en Roma, formada por millones de ánforas de barro desechadas durante siglos. Estas vasijas, que originalmente transportaban aceite de oliva y otros productos, no podían reutilizarse debido a residuos orgánicos y eran arrojadas en un sitio específico, acumulándose hasta formar una montaña artificial. Este fenómeno anticipa nuestros modernos problemas de gestión de desechos sólidos, revelando cómo incluso las civilizaciones avanzadas podían generar impactos ecológicos a gran escala. (Hughes 2014)
No obstante, el problema ambiental más urgente en la antigüedad urbana era la gestión del agua. Los romanos, conscientes de la necesidad de abastecer a sus crecientes poblaciones, plantearon soluciones de ingeniería que también implicaban normativas legales estrictas. Acueductos, cisternas, canales subterráneos y fuentes públicas eran elementos fundamentales del urbanismo, pero su operación dependía de una administración rigurosa. Durante el gobierno de César Augusto, se fortalecieron leyes que regulaban el acceso, la distribución y la protección de las fuentes de agua, especialmente las que alimentaban a la ciudad de Roma. Obras como el Aqua Virgo o el Aqua Claudia fueron acompañadas por decretos imperiales que prohibían construir cerca de los nacimientos de agua, arrojar residuos a los canales o utilizar los caudales para fines privados sin autorización. El agua era considerada un bien público, vital para la salud del imperio, y su control se convirtió en una responsabilidad del Estado, una forma de preservar el orden y el bienestar colectivo. Este enfoque legal-administrativo anticipa una visión moderna del ambientalismo institucional, donde la infraestructura y la ley convergen para asegurar la sostenibilidad de los recursos esenciales (Bannon, 20147).
Tanto Augusto como otros emperadores y autoridades romanas legislaron para proteger diversos bienes ambientales, especialmente aquellos que eran fundamentales para la economía, la defensa o la vida cotidiana del imperio. Aunque el concepto de "medio ambiente" no existía como tal, muchas de sus políticas reflejan una preocupación práctica —y a veces sagrada— por la conservación de recursos naturales estratégicos. Aquí algunos ejemplos relevantes:
En la antigua Roma, los propietarios no estaban legalmente obligados a cultivar sus tierras con cuidado, aunque existían normas morales que dictaban que cada agricultor debía hacerlo adecuadamente. Los censores podían imponer sanciones severas a quienes incumplían estos deberes morales. En cambio, los usufructuarios, arrendatarios y enfiteutas sí tenían obligaciones legales y morales de cuidar las tierras agrícolas. Aunque estas normas estaban pensadas para proteger los derechos de los propietarios, también contribuían indirectamente a la protección del medio ambiente. La tala ilegal de árboles en tierras ajenas era considerada un delito. Inicialmente se juzgaba mediante la actio de arboribus succisis de la Ley de las Doce Tablas, y más adelante mediante la actio arborum furtim caesarum del edicto pretoriano. También podía aplicarse el interdictum quod vi aut clam, destinado a restaurar el estado anterior. En época imperial, esta acción se consideraba un crimen público. Aunque la intención principal era proteger la propiedad privada, esto también servía para proteger los árboles.
Contra un vecino que emitiera humo denso existían varios recursos legales (actio negatoria, interdictum uti possidetis, actio iniuriarum, entre otros). También estaban prohibidas las cremaciones dentro de los límites de la ciudad. Si un vecino contaminaba una corriente de agua, se podían usar remedios similares, y si se contaminaba un pozo, podía aplicarse el interdictum quod vi aut clam. Si alguien impedía la limpieza de una fuente, un cauce o una cloaca, podían utilizarse los interdicta respectivos. Los propietarios debían limpiar los acueductos públicos que cruzaban sus terrenos, y quienes los contaminaban podían ser severamente sancionados económicamente. Asimismo, los dueños de viviendas estaban obligados a mantener sus edificios y limpiar la calle frente a ellos. La participación en el mantenimiento de caminos y puentes era una obligación pública. Las cloacas solían ser limpiadas por personas condenadas a trabajos públicos. Arrojar excrementos, animales muertos o pieles en espacios públicos estaba prohibido. Lugares públicos, caminos y sitios sagrados estaban protegidos por diversos interdicta. La demolición de casas estaba sujeta a condiciones estrictas, reguladas por leyes municipales como la lex Tarentina. Los senadoconsultos Hosidianum y Volusianum prohibían comprar casas solo para demolerlas y vender los materiales. El emperador Mayoriano incluso emitió un decreto que prohibía la demolición de monumentos romanos. En conclusión, el derecho romano protegía tanto el entorno natural como el construido mediante diversos mecanismos legales. No obstante, esta protección no era total: por ejemplo, no existía una noción de protección animal en el pensamiento romano. (Sáry, 2020).
Referencias
Bannon, C.
(2017). Fresh water in Roman law: Rights and policy. The Journal of Roman
Studies, 107, 60-89.
Hordern, J.
P. C. (1972). Religious conceptions and the world of nature in ancient Egypt
(Doctoral dissertation).
Hughes, J.
D. (1990). Artemis: Goddess of conservation. Forest &
Conservation History, 34(4), 191–197. Forest History Society and American
Society for Environmental History. http://www.jstor.org/stable/3983705
(Accedido el 7 de mayo de 2014, a las 23:17).
Hughes, J.
D. (2014). Environmental problems of the Greeks and Romans: Ecology in the
ancient Mediterranean. JHU Press.
Johansen,
J. C. (2022). Flooding Borders: Gender, Human Ecology, and Ideology in the
Ptolemaic Border between Egypt and Nubia (Doctoral dissertation, The
University of Chicago).
Möller, C.
(2023). Time as an argument in Roman water law. Water History, 15(1),
67-80.
Sáry, P.
(2020). The legal protection of environment in ancient Rome. J. Agric. Envtl.
L., 15, 199.
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