El 14 de octubre de 1977, en la ciudad de Tbilisi, Georgia (entonces parte de la URSS), se celebró la Primera Conferencia Intergubernamental de Educación Ambiental, organizada por la UNESCO en colaboración con el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Durante diez días, delegados de 66 países, junto con representantes de organizaciones no gubernamentales, expertos educativos y científicos, se reunieron para definir los fundamentos de la educación ambiental como disciplina y práctica global. Este encuentro marcó un hito al establecer principios y objetivos que guiarían la formación de ciudadanos y profesionales capaces de enfrentar los retos de la crisis ecológica y promover un desarrollo más sostenible.
El trasfondo de la Conferencia de Tbilisi tenía raíces en el creciente reconocimiento, desde principios de los años setenta, de que la mera legislación y los instrumentos técnicos resultaban insuficientes para proteger el medio ambiente. Las catástrofes industriales, la contaminación generalizada y la pérdida acelerada de recursos naturales evidenciaban la necesidad de un cambio cultural profundo, basado en la conciencia y el compromiso ciudadano. En muchos países, el sistema educativo tradicional no contemplaba contenidos sobre la relación entre sociedad y naturaleza, lo que limitaba la capacidad de las comunidades para tomar decisiones informadas y ejercer su responsabilidad ambiental.
Los impulsores clave de la Conferencia fueron la UNESCO, bajo la dirección de su entonces Director General, Amadou‑Mahtar M’Bow, y el PNUMA, encabezado por Maurice Strong. Asimismo, instituciones académicas con programas pioneros en educación ambiental, como la California State University y la University of Guelph en Canadá, aportaron documentos de trabajo que describían metodologías y enfoques interdisciplinarios. La participación de expertos en pedagogía y psicología ambiental permitió enriquecer el debate, con propuestas que integraban la experiencia directa en la naturaleza, el análisis crítico de problemas locales y la colaboración comunitaria.
Al finalizar la Conferencia, los participantes adoptaron la Declaración de Tbilisi, un texto que definió los objetivos de la educación ambiental, enfatizando la necesidad de fomentar actitudes y valores que promuevan la conservación y el uso racional de los recursos. La Declaración estableció tres niveles de metas: el cognitivo, para adquirir conocimientos sobre sistemas ecológicos y procesos socioeconómicos; el afectivo, para desarrollar actitudes de aprecio, sensibilidad y responsabilidad; y el psicomotor, para practicar habilidades y comportamientos adecuados en la vida diaria. Se subrayó la importancia de la participación activa, la resolución de conflictos y la toma de decisiones informada en todos los ámbitos: escolar, comunitario y profesional.
Los intereses a favor de la Conferencia de Tbilisi se centraron en la demanda creciente de herramientas educativas capaces de generar conciencia ambiental desde la infancia. Gobiernos comprometidos con el desarrollo sostenible vieron en la educación un instrumento clave para integrar las políticas ambientales en sus planes nacionales. Por otra parte, organizaciones no gubernamentales reclutaron al terreno educativo un espacio de movilización social, reconociendo que cambios duraderos requerían el apoyo de ciudadanos informados y motivados. Empresas emergentes en tecnologías limpias percibieron oportunidades de mercado en la formación de una fuerza laboral con competencias en gestión ambiental y auditorías ecológicas.
Sin embargo, también surgieron objeciones. Algunos sistemas educativos advirtieron sobre la carga curricular y los costos de capacitar docentes en nuevas metodologías, especialmente en países con limitados recursos financieros. Sectores industriales, en particular petroquímicos y mineros, temían que una ciudadanía más crítica generara presiones regulatorias más severas, afectando su rentabilidad. En determinadas regiones, la urgencia de combatir la pobreza y garantizar la seguridad alimentaria relegó la educación ambiental a un segundo plano, percibiéndose como un lujo frente a necesidades básicas.
Las consecuencias de la Conferencia de Tbilisi se hicieron patentes a corto y largo plazo. A nivel institucional, muchos Estados Parte incorporaron la educación ambiental en sus planes de estudio, crearon cátedras especializadas y establecieron programas de formación docente. Surgieron redes regionales de colaboración, como la Red Europea de Educación Ambiental y la Asociación Africana de Educadores Ambientales, que facilitaron el intercambio de experiencias y recursos. El PNUMA y la UNESCO desarrollaron manuales y guías basados en la Declaración de Tbilisi, que aún hoy sirven como referencia para diseñar proyectos educativos.
En el ámbito académico, la Conferencia impulsó la creación de centros de investigación interdisciplinarios, donde convergieron biólogos, economistas y sociólogos para diseñar enfoques holísticos. La difusión de estudios de caso exitosos, desde programas de reforestación escolar hasta campañas contra la contaminación urbana, demostró el potencial de la educación para generar cambios tangibles en comunidades diversas.
No obstante, con el paso de las décadas, se evidenciaron desafíos en la implementación: la persistente falta de financiamiento, la necesidad de adaptar los contenidos a realidades locales y la urgencia de aprovechar las nuevas tecnologías de la información en los procesos formativos. Estos retos llevaron a las Naciones Unidas a convocar cumbres posteriores, como Río+20 en 2012, para evaluar avances y reconstruir la agenda de la educación ambiental en el siglo XXI.
Referencias.
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