El ambientalismo y las normas legales han evolucionado profundamente desde la era cristiana, cuando la protección de la creación se interpretaba como un mandato divino. Durante este período, la Iglesia promovía el respeto hacia la naturaleza, viendo en ella la obra de Dios y estableciendo, de manera implícita, límites al uso indiscriminado de los recursos. Esta preocupación se trasladó a la esfera jurídica con el establecimiento de categorías especiales de tierras.
Un ejemplo temprano es el de los terrenos indominicata, designados como áreas inalienables donde no se permitía el usufructo, con el fin de proteger sus valores ecológicos y culturales. En paralelo, se configuraron los bosques reales, reservas que pertenecían directamente a la Corona o a la Iglesia, y cuyo manejo estaba sujeto a estrictas normas de conservación y aprovechamiento. Asimismo, se instauraron otras zonas protegidas, donde la explotación y el aprovechamiento estaban totalmente prohibidos para garantizar la preservación del entorno natural. Estos ejemplos constituyen antecedentes esenciales de la actual legislación ambiental, demostrando que la idea de salvaguardar el medio ambiente tiene raíces profundas en la historia jurídica y cultural de la humanidad.
Durante el Renacimiento y con el auge del poder centralizado y el incipiente capitalismo mercantil, el cuidado ambiental pasó a un segundo plano, subordinado al afán de expansión territorial, desarrollo urbano y enriquecimiento comercial. La visión antropocéntrica del mundo, reforzada por el pensamiento humanista, relegó la naturaleza a un mero recurso para ser explotado al servicio del hombre.
Ejemplos claros de esta tendencia se observan en la masiva tala de bosques en Europa occidental, como en Inglaterra y España, donde extensas áreas forestales fueron arrasadas para construir flotas navales destinadas tanto al comercio como a la guerra. En particular, la Armada Invencible de Felipe II necesitó tal cantidad de madera que se estima que en algunas regiones del norte de España los bosques tardaron siglos en recuperarse. En Italia, la expansión de ciudades como Florencia y Venecia también conllevó una importante deforestación de los alrededores para obtener materiales de construcción, combustible y espacio agrícola. (Wing, 2009)
En el ámbito rural, la presión sobre la tierra aumentó con el crecimiento demográfico. En Francia, durante los siglos XVII y XVIII, la intensificación agrícola sin una rotación adecuada de cultivos llevó a una degradación de los suelos, reducción de la productividad y escasez de alimentos. Esta crisis ambiental rural contribuyó al aumento de tensiones sociales y económicas que, junto con otros factores, desembocaron en la Revolución Francesa de 1789. Autores como Georges Lefebvre han señalado que las malas cosechas y el encarecimiento del pan fueron catalizadores inmediatos de las revueltas campesinas y urbanas. (Mandavilli, 2025)
Más adelante, las crisis ambientales propias de la Revolución Industrial —como la contaminación del aire por el uso indiscriminado del carbón, la insalubridad en las ciudades industriales como Mánchester o Birmingham, y la contaminación de ríos como el Támesis— agudizaron aún más la desconexión entre el desarrollo económico y el respeto por el entorno. Estas condiciones dieron lugar a los primeros cuestionamientos filosóficos y éticos sobre la relación entre la sociedad y la naturaleza (Douglas, Hodgson, and Lawson 2002).
Pensadores como John Stuart Mill comenzaron a advertir sobre los límites del crecimiento económico continuo, abogando por un estado estacionario que permitiera preservar la calidad de vida sin destruir el entorno (O'Connor, 1997). Por otro lado, Henry David Thoreau, a través de obras como Walden, defendió un retorno a la vida sencilla y armoniosa con la naturaleza, lo que puede considerarse una de las primeras manifestaciones del pensamiento ambientalista moderno (McGinnis, 2023).
Este descontento estalló en el llamado "Amanecer de las Naciones" (1848), una serie de revoluciones que se extendieron por Francia, Alemania, Italia y el Imperio Austrohúngaro. Aunque en su mayoría fueron sofocadas, dejaron miles de muertos y demostraron que un modelo de poder que ignora las condiciones materiales de vida —incluyendo el deterioro ambiental— es vulnerable. La ausencia de reformas agrarias, el colapso de ecosistemas locales y la incapacidad de los gobiernos para gestionar las consecuencias de la industrialización aceleraron estos levantamientos, que, aunque fallidos en el corto plazo, sembraron las semillas para futuras transformaciones políticas y sociales en Europa.
En conjunto, estos ejemplos muestran cómo el desarrollo de las estructuras modernas de poder y economía, desde el Renacimiento hasta la Revolución Industrial, implicó un retroceso significativo en el manejo sostenible de los recursos, en comparación con ciertos modelos antiguos como el romano, que, aunque no exentos de impacto ambiental, sí incluían sistemas de acueductos, planificación urbana y control del uso del suelo más organizados y en muchos casos más sostenibles.
Douglas, I., Hodgson, R., & Lawson, N. (2002). Industry, environment and health through 200 years in Manchester. Ecological Economics, 41(2), 235-255.
Innes, J. L. (2016). Sustainable forest management: From concept to practice. In Sustainable Forest Management (pp. 21-52). Routledge.
Mandavilli, S. R. (2025). Population management and the environment: Why we need population management strategies to be much better integrated with environmental movements. Available at SSRN 5105152.
McGinnis, J. A. (2023). Henry David Thoreau and Modern Sustainability. In The Palgrave Handbook of Global Sustainability (pp. 2283-2290). Cham: Springer International Publishing.
O'Connor, M. (1997). John Stuart Mill's utilitarianism and the social ethics of sustainable development. Journal of the History of Economic Thought, 4(3), 478-506.
Wing, J. T. (2009). Roots of empire: State formation and the politics of timber access.
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