En junio de 2012, exactamente veinte años después de la histórica Cumbre de la Tierra de 1992, se celebró en Río de Janeiro la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible, conocida como Río+20 o la Declaración de Río 2.0. Este evento reunió a representantes de más de 190 países, incluyendo jefes de Estado, organizaciones internacionales, actores no gubernamentales y líderes comunitarios, con el propósito de evaluar los avances desde la Agenda 21 y reorientar los compromisos hacia un modelo de desarrollo verdaderamente sostenible, inclusivo y resiliente.
El contexto de Río+20 fue marcado por una creciente preocupación global ante los desequilibrios ecológicos persistentes, la crisis económica global iniciada en 2008, el aumento de la desigualdad social y las señales claras del cambio climático en curso. La degradación de los ecosistemas, la pérdida acelerada de biodiversidad, la acidificación de los océanos y la creciente presión sobre recursos básicos como el agua y los suelos evidenciaron que, pese a los esfuerzos iniciados en 1992 y reforzados en Kioto (1997), el mundo no había cambiado el rumbo de forma suficiente. La expectativa era renovar el compromiso político al más alto nivel y definir una nueva agenda para el siglo XXI.
El documento final de la conferencia, titulado "El futuro que queremos", fue fruto de intensas negociaciones multilaterales y se construyó sobre la base de una visión integradora que reafirmó los principios fundamentales de la Declaración de Río de 1992, actualizándolos en función de nuevos desafíos. Este texto reconoció explícitamente la necesidad de transformar los modelos económicos actuales hacia una economía verde en el contexto del desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza, e introdujo como eje central el principio de integración entre los pilares económico, social y ambiental.
Entre los impulsores de Río+20 destacaron figuras como el Secretario General de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, y el entonces presidente de Brasil, Dilma Rousseff, junto con instituciones como el PNUMA, la FAO, y múltiples organizaciones científicas y civiles. La conferencia también marcó una evolución en la participación: más de 40.000 personas asistieron a eventos paralelos, diálogos de la sociedad civil, foros empresariales y espacios de participación indígena, juvenil y de género. Esta apertura democratizó el proceso y enriqueció las deliberaciones.
Uno de los mayores logros de Río+20 fue el inicio formal del proceso para elaborar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que en 2015 se convertirían en la Agenda 2030. Aunque no se adoptaron objetivos vinculantes en esta conferencia, se trazaron los lineamientos y prioridades que servirían como base para los 17 ODS, incluyendo la equidad de género, el acceso universal al agua, el consumo responsable y la acción climática. Además, se creó el Foro Político de Alto Nivel sobre Desarrollo Sostenible, como mecanismo de seguimiento institucional dentro de Naciones Unidas.
Los actores favorables a la declaración vieron en ella una oportunidad para actualizar los marcos normativos ante realidades nuevas, como el auge de las tecnologías digitales, la expansión de las energías renovables y el empoderamiento de nuevos actores sociales. Organizaciones internacionales valoraron la consolidación de una narrativa que articula derechos humanos, sostenibilidad y justicia intergeneracional. Varios países en desarrollo, particularmente los latinoamericanos y africanos, respaldaron la demanda de una arquitectura financiera internacional más justa, que promueva una distribución equitativa de los recursos y capacidades para implementar la sostenibilidad.
Sin embargo, las críticas también fueron intensas. Algunos activistas y expertos acusaron a la conferencia de ser ambigua y carente de compromisos concretos, denunciando la ausencia de metas vinculantes y la persistente falta de financiación para los países más vulnerables. Las ONG ambientales expresaron frustración ante la influencia de los intereses corporativos, que diluyeron propuestas más transformadoras, como el reconocimiento de los derechos de la naturaleza o la implementación de mecanismos jurídicos más robustos. Además, las tensiones geopolíticas entre países del Norte y del Sur limitaron el alcance de consensos más ambiciosos.
Aun así, la Declaración de Río+20 ha tenido efectos relevantes. Sirvió de catalizador para la Agenda 2030 y los ODS, que han sido adoptados como referencia por gobiernos, empresas y organismos multilaterales. Impulsó nuevas dinámicas de cooperación Sur-Sur, dio visibilidad a conceptos innovadores como la economía circular y fomentó el diseño de políticas públicas más integradas. También fortaleció la presencia de la sociedad civil y las juventudes en los espacios globales de decisión.
En resumen, Río+20 representó un momento de reafirmación política y renovación conceptual, en el cual el mundo reconoció que la sostenibilidad exige no solo cambios técnicos, sino una transformación estructural en los valores, prioridades y formas de cooperación. Aunque no resolvió todas las tensiones, dejó sembrado el marco de acción que hoy guía la lucha contra el cambio climático y la desigualdad: una búsqueda por un futuro justo, equitativo y ambientalmente viable para las generaciones presentes y futuras.
Referencias.
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