El 20 de diciembre de 1983, la Asamblea General de la ONU creó la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, conocida también como Comisión Brundtland, bajo la presidencia de la doctora Gro Harlem Brundtland, entonces Primera Ministra de Noruega. Esta iniciativa surgió en un momento en que los desafíos ambientales globales se entrelazaban con crisis económicas y sociales: la crisis del petróleo de principios de la década, la desigualdad Norte‑Sur, el agotamiento de recursos y la creciente evidencia de fenómenos como la plaga de la desertificación, la contaminación transfronteriza y las amenazas a la capa de ozono. El mandato de la Comisión consistió en definir estrategias integradas para asegurar un desarrollo sostenible capaz de satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para atender las propias.
Desde sus primeras sesiones en 1984, la Comisión Brundtland reunió a líderes políticos, científicos, economistas y representantes de la sociedad civil. El objetivo clave fue superar la antigua dicotomía entre crecimiento económico y protección ambiental, proponiendo un nuevo paradigma que integrara ambas dimensiones. Para ello, los comisionados promovieron el concepto de Equidad Intergeneracional, insistiendo en que la pobreza extrema agravaba la presión sobre los ecosistemas vulnerables y que, sin un enfoque equitativo, las iniciativas verdes resultarían ineficaces. A su vez, se enfatizó la necesidad de la cooperación internacional, la transferencia de tecnología y la financiación de proyectos de conservación en los países en desarrollo.
En 1986, la Comisión difundió diversos informes preliminares que pusieron de relieve casos paradigmáticos: la desertificación del Sahel africano, la deforestación en el Amazonas, la contaminación industrial en Europa Central y el crecimiento urbano descontrolado en el Sudeste Asiático. Estos documentos revelaron cómo las políticas fragmentadas —centradas únicamente en la explotación de materias primas o en la regulación sectorial— fracasaban al abordar la compleja interrelación entre pobreza, uso del suelo, energía y biodiversidad. La sistematización de datos económicos y ecológicos permitió demostrar que, bajo ciertas condiciones, la inversión en tecnologías limpias y en infraestructura sostenible podía generar beneficios tangibles en términos de empleo, salud pública y estabilidad ambiental.
Los intereses a favor de la Comisión convergieron en dos grandes ejes. Por un lado, los gobiernos preocupados por las repercusiones del calentamiento global y la plaga de lluvia ácida veían en el concepto de Desarrollo Sostenible un marco capaz de legitimar regulaciones más estrictas y de incentivar la innovación tecnológica. Por otro, organizaciones no gubernamentales como el World Wildlife Fund y Greenpeace respaldaban la idea de un pacto mundial que garantizara la protección de ecosistemas críticos y los derechos de las poblaciones indígenas. Al mismo tiempo, sectores industriales emergentes en energías renovables, tratamiento de aguas y remediación de suelos contaminados encontraron en las recomendaciones de la Comisión una oportunidad de mercado.
No obstante, también se alzaron voces críticas. Grandes corporaciones de los sectores petróleo y minería temían que los nuevos estándares encarecieran sus operaciones y redujeran sus márgenes de ganancia. Algunos países en desarrollo consideraban que las medidas ambientales avanzaban más rápido que las soluciones para la seguridad alimentaria y el acceso a servicios básicos, lo que podría obstaculizar sus planes de industrialización y crecimiento demográfico. Incluso dentro de la propia Comisión existían tensiones ideológicas sobre el equilibrio entre los roles del sector público y el privado, y sobre la magnitud de la deuda ecológica que las naciones industrializadas tenían con el resto del mundo.
En abril de 1987, la Comisión presentó su informe final, titulado “Nuestro Futuro Común”, que definió por primera vez de manera oficial el término Desarrollo Sostenible como “el que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. El documento incluyó 22 recomendaciones estratégicas, desde la reforma de los sistemas de ayuda internacional hasta la creación de indicadores ambientales y la integración de la educación ecológica en todos los niveles escolares. También se instaba a establecer mecanismos de seguimiento mediante organismos de la ONU, sentando las bases para la posterior creación del Foro de las Naciones Unidas sobre Bosques y para la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992.
Las consecuencias del trabajo de la Comisión Brundtland fueron profundas. A nivel conceptual, el informe impulsó la adopción del enfoque sistémico en políticas públicas y en la academia, estimulando el desarrollo de disciplinas como la economía ecológica y la gestión integrada de cuencas. En el plano diplomático, allanó el camino para acuerdos internacionales relevantes: el Protocolo de Montreal (1987) sobre sustancias que agotan la capa de ozono y la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (1992). Asimismo, inspiró la creación de programas nacionales de desarrollo sostenible, ministerios especializados y la inclusión de metas ambientales en planes de desarrollo económico.
Sin embargo, la implementación práctica evidenció desafíos persistentes. La brecha entre países desarrollados y en vías de desarrollo siguió condicionando la transferencia de recursos y la capacidad institucional. La falta de mecanismos coercitivos en muchos acuerdos posteriores limitó el cumplimiento efectivo de metas, mientras que ocurrió una resistencia creciente por parte de sectores económicos tradicionales. Aun así, el legado de la Comisión Brundtland permanece como un hito que redefinió la relación entre sociedad, economía y naturaleza, sentando las bases conceptuales que guían hoy los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030.
Referencias.
WCED, S. W. S. (1987). World commission on environment and development. Our common future, 17(1), 1-91.
No hay comentarios:
Publicar un comentario